domingo, 2 de octubre de 2016

Sederunt Principes (Perotinus) Escuela de Notre Dame en el Nombre de la Rosa (Umberto Eco)






SEXTO DÍA: Maitines. 

Donde los príncipes sederunt, y Malaquías se desploma. 

(Primero, nos metemos en el ambiente) 

Cuando acabó el oficio, el Abad recordó a los monjes y a los novicios que debían prepararse para la gran misa de Navidad, y que, como era habitual, el tiempo que faltaba hasta laudes se dedicaría a probar el ajuste de la 
comunidad en la ejecución de algunos de los cantos previstos para dicha ocasión. En efecto, aquella escuadra de hombres devotos estaba armonizada como un solo cuerpo y una sola voz, y a través de los años había llegado a reconocerse unida en el canto, como una sola alma. 

El Abad invitó a entonar el Sederunt: 

Sederunt principes 
et adversus me 
loquebantur, iniqui. 
Persecuti sunt me. 
Adjuva me, Domine, 
Deus meus salvum me 
fac propter magnam 
misericordiam tuam. 

Me pregunté si el Abad no habría decidido que se cantara aquel gradual precisamente aquella noche, en que aún asistían al oficio los enviados de los príncipes, para recordar que desde hacía siglos nuestra orden estaba 
preparada para hacer frente a la persecución de los poderosos apoyándose en  su relación privilegiada con el Señor, Dios de los ejércitos. Y en verdad el comienzo del canto produjo una impresión de inmenso poder. 

Con la primera sílaba, se, comenzó un lento y solemne coro de decenas y  decenas de voces, cuyo sonido grave inundó las naves y aleteó por encima de  nuestras cabezas, aunque al mismo tiempo pareciese surgir del centro de la  tierra. Y mientras otras voces empezaban a tejer, sobre aquella línea profunda  y continua, una serie de solfeos y melismas, aquel sonido telúrico no se  interrumpió: siguió dominando y se mantuvo durante el tiempo que necesita un  recitante de voz lenta y cadenciosa para repetir doce veces el Ave Maria. Y  como liberadas de todo temor, por la confianza que aquella sílaba obstinada,  alegoría de la duración eterna, infundía a los  orantes, las otras voces (sobre todo las de los novicios), apoyándose en aquella pétrea e inconmovible base, 
erigían cúspides, columnas y pináculos de neumas licuescentes que sobresalían unos por encima de los otros. Y mientras mi corazón se pasmaba de deleite por la vibraci ón de un climacus o de un porrectus, de un torculus o 
de un salicus, aquellas voces parecían estar diciéndome que el alma (la de los orantes, y la mía, que los escuchaba), incapaz de soportar la exuberancia del sentimiento, se desgarraba a través de ellos para expresar la alegría, el dolor, la alabanza y el amor, en un arrebato de suavísimas sonoridades. Mientras  tanto, el obstinado empecinamiento de las voces atónicas no cejaba, como si la  presencia amenazadora de los enemigos, de los poderosos que perseguían al  pueblo del Señor, no acabara de disiparse. Hasta que, por último, aquel neptúnico tumulto de una sola nota pareció vencido, o al menos convencido, y atrapado, por el júbilo aleluyático que lo enfrentaba, y -se resolvió en un acorde  majestuoso y perfecto, en un neuma supino. 
Una vez pronunciado, con lentitud casi torpe, el «sederunt», se elevó por el aire  el «principes», en medio de una ,calma inmensa y seráfica. Ya no seguí  preguntándome quiénes eran los poderosos que hablaban contra mí (contra  nosotros): había desaparecido, se había disuelto, la sombra de aquel fantasma  sentado y  amenazador. 

Y también otros fantasmas, creí entonces, se disolvieron ,en aquel momento, porque cuando mi atención, que había estado concentrada en el canto, volvió a  dirigirse al asiento de Malaquías, percibí la figura del bibliotecario entre las de  los otros orantes, como si nunca hubiese faltado de su sitio. Miré a Guillermo y 
me pareció reconocer una expresión de alivio en sus ojos, la misma que de  lejos vi pintada en los del Abad. En cuanto a Jorge, había alargado otra vez las  manos y al encontrar el cuerpo de su vecino se había apresurado a retirarlas.  Pero en su caso no me atrevería a decir qué sentimientos lo agitaban.  Ahora el coro estaba entonando festivamente el «adjuva me», cuya clara a se  expandía gozosa por la iglesia, sin que ni siquiera la u resultase sombría como  la de «sederunt», porque estaba llena de fuerza y santidad. Los monjes y los 
novicios cantaban, según dicta la regla del canto, con el cuerpo erguido,, la  garganta libre, la cabeza dirigida hacia lo alto y el libro casi a la altura de los  hombros, para poder leer sin necesidad de bajar la cabeza y sin mermar la  fuerza con que el aire sale del pecho. Pero aún era de noche y, a pesar de que  resonasen las trompetas del júbilo, el velo del sueño se cernía sobre muchos  de los cantantes, quienes, perdiéndose tal vez en la emisión de una nota  prolongada, dejándose llevar por la onda misma del canto, reclinaban a veces 
la cabeza, tentados por la somnolencia. Entonces los vigilantes, que tampoco  estaban a salvo de ese peligro, exploraban uno a uno los rostros de los monjes,  para hacerlos regresar, precisamente, a la vigilia, tanto del cuerpo como del  alma. 
Fue, pues, un vigilante quien primero vio a Malaquías bamboleándose ... ((etc.)


Aquí una crítica a este texto desde un estudioso de la música, Juan Carlos Asensio. Por mi parte, yo viví un gran entusiasmo cuando releyendo El Nombre de la Rosa, descubrí que conocía y reconocía lo que Umberto Eco estaba describiendo. Aquí el enlace a una de las fuentes originales del Gradual Sederunt Omnes de Perotin.  

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